Laura Esquivel (2006), Malinche.
Al Viento. Uno.
Primero fue el viento. Más tarde, como un relámpago, como una lengua de plata
en el cielo, fue anunciada en el valle del Anáhuac la tormenta que lavaría la
sangre de la piedra. Fue después del sacrificio que la ciudad se oscureció y se
escucharon atronadoras descargas, luego apareció en el cielo una serpiente
plateada que se vio con la misma fuerza en muy distintos lugares. Enseguida
comenzó a llover de una manera pocas veces vista. Llovió toda la tarde y toda
la noche y al día siguiente también. Durante tres días no cesó de llover.
Llovió tanto, que los sacerdotes y sabios del Anáhuac se alarmaron. Ellos
estaban acostumbrados a escuchar y a interpretar la voz del agua pero en esa
ocasión sintieron que Tláloc, el dios de la
lluvia, no sólo trataba de decirles algo sino que, por medio del agua, había
dejado caer sobre ellos una nueva luz, una nueva visión que daría otro sentido
a sus vidas, y aunque aún no sabían claramente cuál era, así lo sentían en sus
corazones. Y antes de que sus mentes interpretaran correctamente la profundidad
del mensaje, que el agua explicaba cada vez que se dejaba caer, la lluvia cesó
y el sol resplandeciente se reflejó en la multitud de espejos, de pequeños
lagos, ríos y canales que las lluvias habían dejado repletos de agua. Ese día,
lejos del valle del Anáhuac, en la región de Pai-nala, una mujer luchaba por dar a luz a su primogénito. La
lluvia ahogaba sus pujidos. Su suegra, que actuaba como partera, no sabía si
prestar oídos a su parturienta nuera o al mensaje del dios Tláloc. No le costó trabajo
decidirse por la esposa de su hijo. El parto era complicado. A pesar de su
larga experiencia nunca había asistido a un alumbramiento como ése. Durante el
baño en temascal —inmediatamente anterior al parto— ella no había detectado que
el feto viniera mal acomodado. Todo parecía estar en orden. Sin embargo, el
esperado nacimiento se tardaba más de lo común […]
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