La ciudad y los perros. Mario Vargas Llosa
-Cuatro
-dijo el Jaguar. Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el
globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de
vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los
dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el
suelo sucio. -Cuatro -repitió el Jaguar- ¿Quién? -Yo -murmuró Cava- Dije
cuatro. -Apúrate -replicó el Jaguar- Ya sabes, el segundo de la izquierda. Cava
sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por
una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el
invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose por los vidrios
rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón de]
colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta en
los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su
atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba
acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel. -¿Se acabó?
¿Puedo irme a dormir? -dijo Boa: un cuerpo y una voz desmesurados, un plumero
de pelos grasientos que corona una cabeza prominente, un rostro diminuto de
Ojos hundidos por el sueño. Tenía la boca abierta, del labio inferior
adelantado colgaba una hebra de tabaco. El Jaguar se había vuelto a mirarlo. -
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