Ese año pasaron muchas cosas en este país. Entre otras, Andrés y yo nos casamos.
Lo conocí en un café de los portales. En qué otra parte iba a ser si en Puebla todo pasaba en
los portales: desde los noviazgos hasta los asesinatos, como si no hubiera otro lugar.
Entonces él tenía más de treinta años y yo menos de quince. Estaba con mis hermanas y
sus novios cuando lo vimos acercarse. Dijo su nombre y se sentó a conversar entre nosotros. Me
gustó. Tenía las manos grandes y unos labios que apretados daban miedo y, riéndose, confianza.
Como si tuviera dos bocas. El pelo después de un rato de hablar se le alborotaba y le caía sobre
la frente con la misma insistencia con que él lo empujaba hacia atrás en un hábito de toda la vida.
No era lo que se dice un hombre guapo. Tenía los ojos demasiado chicos y la nariz demasiado
grande, pero yo nunca había visto unos ojos tan vivos y no conocía a nadie con su expresión de
certidumbre.
De repente me puso una mano en el hombro y preguntó:
—¿Verdad que son unos pendejos?
Miré alrededor sin saber qué decir:
—¿Quiénes? —pregunté.
—Usted diga que sí, que en la cara se le nota que está de acuerdo —pidió riéndose.
Dije que sí y volví a preguntar quiénes. Entonces él, que tenía los ojos verdes, dijo cerrando
uno:
—Los poblanos, chula. ¿Quiénes si no?
Claro que estaba yo de acuerdo. Para mí los poblanos eran esos que caminaban y vivían
como si tuvieran la ciudad escriturada a su nombre desde hacía siglos. No nosotras, las hijas de
un campesino que dejó de ordeñar vacas porque aprendió a hacer quesos; no él, Andrés
Ascencio, convertido en general gracias a todas las casualidades y todas las astucias menos la de
haber heredado un apellido con escudo[...]
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