Si nos hallamos en
presencia de un enfermo que padece de una neurosis de temor, en cualquiera de
sus formas, o de “ansiedad morbosa", fijada o no, sabemos por experiencia
que también debe hallarse presente sin duda la culpa. A veces resulta fácil demostrarlo,
otras en cambio sumamente difícil; pero sabemos que si el análisis es conducido
en forma consecuente, la verdad de dicha proposición habrá de quedar
demostrada. No sostengo de manera abstracta que el temor no pueda existir
independientemente de la culpa, pero sí habré de sostener que el temor que se
observa clínicamente, es decir, la neurosis en la que el temor constituye uno
de los síntomas, oculta siempre tras de sí a la culpa. Según lo observara ya
hace mucho tiempo Shakespeare, "es así que la conciencia hace cobardes de
todos nosotros". El asunto no es tan sencillo, sin embargo. No puede ser
que una reacción emocional, tan antigua desde el punto de vista filogenético
como lo es el temor, dependa exclusivamente, o sea generada, por otra de
adquisición tan reciente como la de la culpa, cuya existencia misma (al menos
en su forma plenamente desarrollada) es dudosa en todo otro animal que no sea
el hombre. Tenemos aquí un ejemplo de cómo la cultura biológica del
investigador puede llegar a servir de freno a la investigación clínica,
previniéndonos contra la posibilidad de extraviamos. Nuestro escepticismo, en
efecto, se verá confirmado si practicamos una investigación analítica aun más
profunda, especialmente de las primeras etapas de la evolución infantil, la
cual nos ofrecerá abundantes pruebas de que la culpa proviene a su vez de un
estado anterior de temor. Y vale la pena recordar, a este respecto, que aquélla
puede hallarse oculta en capas extraordinariamente profundas. Puede ocurrir que
el enfermo haya llegado hasta tal punto a expresar sus conflictos inconscientes
de culpa en términos de temor consciente, a convencerse tan completamente de
que sus dificultades provienen del temor y nada más que del temor, que sean
necesarios años de análisis antes de que pueda hacer consciente la culpa
oculta. Si no fuera porque este procedimiento no resuelve necesariamente por sí
solo el problema terapéutico, bien podría el analista, una vez que le pone fin,
descansar de sus afanes, satisfecho de haber hallado plena respuesta al
problema de la génesis de la fobia, a saber, que ésta se origina en la culpa.
Parecida
estratificación es dable observar en el caso del odio. Este es uno de los
disfraces más comunes de la culpa, y es fácil comprender la manera como
funciona. El odio hacia alguien implica que esa persona, por su crueldad o
falta de benevolencia, es el causante de nuestros sufrimientos; es decir, que
éstos no son autoinfligidos o debidos en modo
alguno a nuestra culpa. Se logra de ese modo desplazar toda la responsabilidad
y el sufrimiento producidos por el sentimiento inconsciente de culpa, sobre la
otra persona, la que es cordialmente odiada en consecuencia. Este mecanismo, desde
luego, es bien conocido en la situación de la transferencia. Sabemos que detrás
del mismo se oculta siempre la culpa, pero la prosecución del análisis nos
demostrará, según mi opinión, en todos los casos, que el sentimiento de culpa
depende a su vez de una capa aun más profunda y completamente inconsciente de
odio, que difiere notablemente del odio de la capa superior en cuanto no es egosintónico. […]
Este texto fue
leído el 27 de julio de 1929 en el XI Congreso Internacional de Psicoanálisis,
realizado en Oxford.
Primera publicación
en The International Journal of Psycho-Analysis. Vol X, 1929. En 1947,
fue publicado por la Revista de Psicoanálisis editada por la Asociación
Psicoanalítica Argentina, cuya traducción reproducimos (Vol. V, N° 3, Año
1947-1948).
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