Rayuela…
Julio Cortazar
(1963)
En
ese entonces no hablábamos mucho de Rocamadour, el placer era egoísta y nos topaba
gimiendo con su frente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de sal. Llegué
a aceptar el desorden de la Maga como la condición natural de cada instante,
pasábamos de la evocación de Rocamadour a un plato de fideos recalentados,
mezclando vino y cerveza y limonada, bajando a la carrera para que la vieja de
la esquina nos abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano descascarado
de madame Noguet
melodías de Schubert y preludios de Bach, o tolerando Porgy and Bess con
bifes a la plancha y pepinos salados. El desorden en que vivíamos, es decir el
orden en que un bidé se va convirtiendo por obra natural y paulatina en
discoteca y archivo de correspondencia por contestar, me parecía una disciplina
necesaria aunque no quería decírselo a la Maga. Me había llevado muy poco
comprender que a la Maga no había que plantearle la realidad en términos
metódicos, el elogio del desorden la hubiera escandalizado tanto como
su denuncia. Para ella no había desorden, lo supe en el mismo momento en que
descubrí el contenido de su bolso (era en un café de la rue Réaumur,
llovía y empezábamos
a desearnos), mientras que yo lo aceptaba y lo favorecía después de
haberlo identificado; de esas desventajas estaba [...]